SIN FIN

Dedicado a dos jugadores geniales.

La primera vez que José Raúl vio a Alejandro fue en un torneo local de ajedrez en 1896. Tenían 15 años José Raúl y 11 Alejandro, ambos con la mirada afilada y los dedos inquietos, y se enfrentaron en la ronda final.

Desde el primer movimiento – un clásico d4 de Alejandro – José Raúl sintió algo en aquel chico que lo desafiaba más allá del tablero. No se trataba solo del juego, en segundo plano aparecía una silenciosa declaración de guerra.

José Raúl ganó, frio, metódico, sin levantar la vista ni una sola vez, como si ya conociera cada uno de los errores que Alejandro cometería. El rey de Alejandro viajó de g7 hasta h3, al abandonar le tendió la mano, sin una palabra, sin una sonrisa.

Aquella derrota dolió más que cualquier otra, y no por perder, sino porque Alejandro entendió que aquel chico sería el muro a escalar en su vida.

Pasaron los años, torneo tras torneo, ciudad tras ciudad y sus caminos se cruzaban inevitablemente. Cada vez que Alejandro se sentía cerca de alguna victoria importante, ahí estaba José Raúl para impedírselo. Jamás se hablaban y esto lo convertía en aún más insoportable.

Alejandro aprendió a mirar, a estudiar e incluso a odiar en silencio. Se volvió obsesivo con sus aperturas favoritas, con sus reacciones a los gambitos, con profundizar en los finales. José Raúl era su monstruo, su espejo oscuro, su condena.

El día que José Raúl cumplió 20 años se enfrentaron en la final del Campeonato Nacional Universitario. La sala estaba repleta. Alejandro había preparado la partida durante meses, había memorizado aperturas, finales, antiguas partidas de maestros y, sobre todo, repasado todas las partidas disputadas entre ambos.

Aquella vez fue diferente. José Raúl jugó con blancas y la partida – una francesa- duró más de 5 horas, en un momento Alejandro creó un peón pasado en la columna d. José Raúl levantó una ceja sorprendido, algo poco habitual, y cometió un error.

Alejandro ganó por primera vez. Pero la victoria no trajo amistad, solo una necesidad mayor de volver a enfrentarlo, de derrotarlo una y otra vez, de demostrar que ya no era aquel niño que miraba sus piezas caer una tras otra.

Mas sin embargo José Raúl desapareció durante casi tres años. Algunos decían que se había retirado, otros que estaba en el extranjero. Alejandro lo buscó en listas de torneos, en foros… nada. Su enemigo y, a la vez, su motor había desaparecido.

Hasta que un día recibió una invitación para un torneo cerrado en Madrid. El cartel no lo decía explícitamente, pero Alejandro reconoció el nombre del organizador, Corzo, un antiguo maestro que había enfrentado a José Raúl en su adolescencia. No lo dudó, se inscribió, viajó y esperó.

Y entonces lo vio. Más alto, más delgado, pero con la misma expresión imperturbable. José Raúl.

No hubo saludo, apenas un leve movimiento de cabeza.

Se enfrentaron en la tercera ronda. La partida fue tensa, elegante, como una conversación entre dos personas que no se hablaban desde hace años, pero que lo recuerdan todo.

Jugaron durante 4 horas. El encuentro resultó igualado con pequeña ventaja de Alejandro que intentaba valorar su peón de a pasado. Tablas. Un empate seco, sin gloria. Pero en los pasillos, en los silencios, en cada movimiento, se palpaba una tensión antigua, como un lazo que no se había roto nunca.

En el desempate final, inevitablemente, se encontraron otra vez.

Aquella noche Alejandro no pudo dormir. Pensó en todas las veces que había perdido, en aquella primera vez cuando eran niños, en como su vida se había moldeado alrededor de ese único rostro. Más que ajedrez era una historia sin final.

La parida comenzó a las 16:00, la sala estaba en silencio absoluto. José Raúl jugaba con negras. Abrieron con una española. Desde el principio cada movimiento parecía una cita a partidas anteriores, como si ambos dialogaran con el pasado. Un alfil ofrecido aquí, una columna abierta allá. El público contenía la respiración

A las tres horas José Raúl sacrifico una calidad, una trampa. Alejandro cayó, pero no del todo. Contraataco con precisión quirúrgica. La partida se alargó, las piezas desaparecían del tablero como las hojas en otoño.

Finalmente solo quedaban dos reyes y un peón blanco. José Raúl forzó el ahogado. Tablas otra vez.

Cuando firmaron la planilla, sus miradas se cruzaron por primera vez en años. No dijeron nada, pero en la expresión de Alejandro, José Raúl vio algo nuevo. Tal vez respeto, tal vez cansancio. Tal vez la misma pregunta que él no se atrevía a hacerse: ¿Hasta cuándo?

Ambos compartieron el título. La prensa hablo de una rivalidad legendaria, de dos mentes que se entendían sin hablar, que necesitaban al otro para existir. Los llamaron “los eternos enemigos”.

Después de aquel torneo se siguieron encontrando. A veces ganaba uno, a veces el otro. Nunca más volvieron a hablar, ni un saludo, ni una palabra, pero cada vez que se sentaban frente al tablero el mundo desaparecía.

Y el tiempo seguía pasando, los peones caían, las piezas se sacrificaban. Y la partida, en el fondo, nunca terminaba.

Doy por supuesto que quien haya leído el relato habrá reconocido esta realidad “distópica” sobre dos de los más legendarios jugadores clásicos.

He cambiado muchísimas cosas sobre la realidad, por ejemplo, haciendo coincidir la zona donde habían nacido ambos para poder iniciar la rivalidad desde la juventud.

Para el primer enfrentamiento he tomado la partida Alekhine – Capablanca, San Petersburgo 1913.

Para la primera victoria de Alekhine he seguido Capablanca – Alekhine (m 1 ) Buenos Aires 1927.

He corrido un tupido velo sobre el hecho de que Alekhine evitara a Capablanca ya que el relato pretende ser un homenaje a ambos.

Para el primer enfrentamiento posterior al retiro de Capablanca me ha basado en la partida Capablanca – Alekhine (1) AVRO 1938.

Finalmente la partida de desempate no existió, pero me hacía falta para terminar el relato como deseaba.

En su carrera, estos dos colosos se enfrentaron en 49 ocasiones, venciendo en 9 Capablanca, 33 terminaron entablas y Alekhine se impuso en 7.

Toni Pont 12/07/2025.

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