La ley Seca por Toni Pont

Aunque cada cinco años se convoquen elecciones, aunque tengamos una Constituciòn que reconoce la libertad de expresión y los derechos humanos, pese a ello, estoy en un sistema totalitario. Lo estoy porque se me ha prohibido lo que más me interesa, el ajedrez.

El momento del inicio hay que buscarlo en el instante en que el estado decidió acabar con todo lo que fuera nocivo para el organismo. Tras encarnizadas y sangrientas guerras se acabó con el tráfico de drogas, después tocó el turno al alcohol, más tarde al tabaco y por fin a las grasas.

Entonces los Scanners de exploración profunda (D.S.S.), descubrieron que el ajedrez provoca fatiga mental permanente, y que cuando se practica de forma obsesiva produce disfunciones en los neurotransmisores cerebrales. Esa debía ser la causa de los trastornos sufridos de forma frecuente por algunos grandes campeones.

Yo siempre pensé que la verdadera razón había que buscarla en algo más sutil, menos evidente pero real; en mi fuero interno había formulado una teoría. El ajedrez es un juego que abre la mente, que “la desarrolla” como decíamos en mi tiempo; para jugar medianamente bien es necesario estudiar gran cantidad de libros y manejar una información importante. Pues bien, quien se habitúe a leer y a pensar tendrá muchas posibilidades de usar esas “habilidades” para otras cosas y comenzará a dudar de la justeza del sistema en que vivimos. Este tipo de cosas son las que no interesan a los gobernantes ni a los que mueven los hilos.

Recuerdo cuando, con tan solo siete años, acudí junto a mi padre al enfrentamiento entre Ivan Rodevsky y Bernat Siquier. En el Palacio de la Opera de París no cabía un alfiler, pantallas gigantes, servicio telemático, comentarios por auriculares, un tablero disponible en cada asiento junto con su pantalla de ordenador donde un programa analizaba variantes. Allí sucumbí al espíritu de Morphy y me prometí que no cejaría hasta estar en el lugar de los dos protagonistas, disputando un mundial.

Luego vinieron los torneos escolares, el entrenador particular, pues comenzaba a destacar como una joven promesa, el fichaje por un equipo profesional, los títulos, especialmente el de Gran Maestro…

No, nunca llegué a la meta deseada, ni siquiera logré mantenerme entre los cincuenta mejores de forma continuada, pero la prohibición cortó el sentido a todo lo que había hecho en mi vida.

No sucedió repentinamente, sino que fue anunciado; primero llegaron las advertencias médicas, respondidas por otros especialistas, después las discusiones políticas y por fin la prohibición. Todo aquel que fuera hallado en posesión de un tablero o un libro de ajedrez sería severamente multado.

Las requisas y quema de material de ajedrez fueron asombrosas y, para mi sorpresa, festejadas por la mayor parte de la población que asistía satisfecha a esta nueva barbarie. No faltaban en las noticias televisivas casos de nuevos delincuentes, sorprendidos por la policía en plena partida clandestina.

Ante los numerosos fraudes perpetrados por los jugadores en la entrega de material, se les dió un nuevo plazo, pasado el cual serían condenados con penas que oscilaban entre quince y treinta años de cárcel, pues no es lo mismo esconder un cuadro donde aparece un tablero que guardar un tomo de “Los Grandes Maestros del Tablero”.

Las delaciones eran el pan de cada día y finamente el juego quedó abolido.

En mis manifestaciones externas abjuro de los años que perdí y me alegro de haber escapado a tiempo de peores consecuencias pero, cuando estoy solo en casa, reproduzco mentalmente las últimas partidas de torneo que jugué o me recreo con los elegantes finales que de forma tan entusiasta resolví.

Mi vida se reduce a despertar, marchar a la oficina, donde paso ocho horas trasladando al ordenador las notas que me llegan, de la forma más impersonal, a través de unas bandejas deslizantes que bajan del primer piso, y al término, vuelta a casa donde la lectura es mi única afición.

Pero hoy he decidido que basta, voy a abrir el techo del salón para recuperar el tablero y el reloj que escondí en la bobadilla. Con ellos voy a marchar al parque y al calorcito del sol de primavera voy a preparar el campo y a esperar que algún transeúnte solicite sentarse.

Es curioso, parece que la artritis no me molesta tanto.

Relato publicado originalmente en la revista Papers d´Escacs correspondiente al mes de Marzo de 1998.

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