Un turco en la corte del rey Jaime por Juan Pablo Caja

Abu-Kair, con la nariz de un colorado asaz revelador, entró en la estancia dando un pequeño traspiés. Una docena de circunspectos nobles mallorquines lo contemplaba con curiosidad. Estaban sentados tras una larga mesa, un juego de ajedrez frente a cada uno de ellos. Afortunadamente para Abu-Kair, aquellos entusiastas de los sesenta y cuatro escaques no habían visto en su vida a ningún turco, por lo que interpretaron el color rojo de su nariz como otro más de los rasgos característicos de su raza, y no como la lógica consecuencia del descubrimiento de la malvasía de Banyalbufar por el turco, que desde el primer momento se había mostrado encantado con el hallazgo, haciendo convenientemente los honores a todo aquel que le ofrecía un vaso de vino.

El caballero que estaba sentado en el centro de la mesa, notablemente más orondo que el resto, se levantó y, tras hacer una seña a los tañedores de laúd y cromorno que estaban en un rincón de la estancia amenizando, se dirigió a Abu-Kair.

–Ya sabes las condiciones, turco, puedes empezar ahora mismo.

Y señaló un tablero más grande que los otros, situado frente a él, en el centro de la mesa, del lado de Abu-Kair. Los músicos ya habían recogido sus instrumentos y, tras una desencuadernante reverencia, se retiraron por detrás del turco.

Los nobles de Palma tenían un gran interés por el juego. Esto era debido a que los navegantes catalanes llevaban ya algunos años teniendo sus más y sus menos con naves otomanas en sus viajes por el Mediterráneo; y, como parte de los botines, habían recogido una inmensa colección de juegos de ajedrez de variados tamaños y formas. Por desgracia, la extremada violencia de estas escaramuzas navales había impedido que aprendieran a mover las piezas, pues los escasos supervivientes eran incapaces de enseñarles nada; siempre se trataba de marineros o soldados poco cultivados, ignorantes de todo lo que no fueran las tareas propias de su oficio, que eran rápidamente pasados por las armas.

Habían intentado jugar alguna vez, pero sólo conocían la disposición de las piezas sobre sus correspondientes escaques, lo que resultaba insuficiente. Al no conocer las reglas, abandonaban pronto el juego, las partidas inconclusas, y los jugadores no podían menos que pensar que vaya juego idiota.

Así las cosas, no es extraño que cuando se enteraron en la corte de que en el barco que recalaba en el puerto de Palma viajaba preso el gran Abu-Kair, inventor del juego del ajedrez, el rey se apresurase a mandarlo llamar para que le instruyera en dicho arte.

Abu-Kair, manteniendo como podía su inestable equilibrio, levantó su mano derecha con el índice, el dedo de las grandes verdades, erecto y dijo:

–Señores: !Hics!

Declaración que, a juzgar por sus expresivas muecas, no satisfizo a sus alumnos. El turco, que a pesar de hallarse como estaba aún era capaz de reaccionar ante las caras de disgusto, y especialmente ante la del individuo más obeso, realmente desagradable, se alarmó y rápidamente intentó recomponer la situación empezando la clase.

Examinó a los caballeros y se dirigió al que menos le imponía, uno que estaba sentado a un extremo de la mesa, de aspecto apocado y un tanto alfeñique.

–¿Sería tan amable de prestarme uno de sus caballos?

El hombre, intimidado, no acertó más que a proferir un sonido débil y confuso mientras entregaba el caballo con mano temblorosa. Era su primera aparición oficial en la corte y se le veía realmente nervioso.

–Pues bien –Abu-Kair empezó la lección–, como verán ustedes, en mis manos tengo dos caballos. Ambos están barnizados, pero con una particularidad, y tomen nota, uno de ellos lo está en tono brillante y el otro en tono mate.

Hizo una pausa, anonadado por la claridad de su exposición. La intoxicación alcohólica no era tal que no pudiese articular correctamente. Hizo varios movimientos de lengua en el interior de la boca para constatarlo y quedó maravillado por su elasticidad, agilidad, potencia, economía.

–Y esto no es una coincidencia –añadió, recogiendo el hilo del discurso–. Existe una importante razón para ello; verán ustedes que jugadores de categoría como un servidor se sirven, y que valga la redundancia, de dos caballos semejantes a éstos –y los manifestó, uno en cada mano–. En una partida de ajedrez magistral, el jugador que quiere vencer debe conseguir que el juego pase por dos fases; una primera, plagada de jugadas elegantes, sutiles y, ante todo, efectivas, cuya correcta ejecución conduzca a una segunda, en la que se debe decidir el juego de forma contundente. Este caballo, éste –lo mostró– es el que yo utilizo para ir, poco a poco, haciendo mía la partida y que, cumplida su misión, intento sacrificar en brillante jugada para que este otro –y enseñó el caballo mate– dé el golpe definitivo al rey contrario: el jaque ¡hics!

Los caballeros dejaron de escribir al unísono, como si no hubiesen entendido algo. El más grueso se levantó.

–¿Puede deletrearlo?

–Sí, eeh…quería decir jaque. Sí, jaque mate, m-a-t-e; caballo mate, mate, ¿entienden?

–Ah, ahoora.

Hubo un momento de silencio, mientras el rey escribía en su cuaderno.

Los caballeros permanecían quietos, abrumados por la apisonante lógica del turco. El rey volvió a tomar la palabra.

–Tu sabiduría realmente nos confunde, turco, pero quizá lo haría todavía más, o menos, según se mire, si nos mostrases cómo se mueven sobre el tablero tan poderosas piezas.

–Cierto, pero creía conveniente deslumbraros con mi etílica verborrea antes de iniciaros en los rudimentos de este apasionante juego hics.

Abu-Kair, harto de alcohol, se estaba emborrachando de vanidad.

–¿Osas reírte de nosotros? – rugió el gordo.

Brusco fin de las embriagueces, el turco se despejó instantáneamente, al tiempo que palidecía.

–Ni por asomo, caballeros, disculpadme. Empiezo la clase, empiezo –se situó frente a su tablero–. Debéis saber que el caballo se mueve así…

Todo el mundo sabe que en el inicio del ajedrez el caballo se movía dos casillas hacia el frente, hacia atrás o a cualquiera de los dos lados, pero como quiera que en ese momento el pulso de Abu-Kair no era de lo más firme, al ir a situar la pieza dos escaques al frente, se encontró con que la había movido “uno al frente y otro en diagonal a la derecha” (textual del cuaderno de apuntes del rey).

–…Así –. Miró con sorpresa la casilla en la que acababa de colocar el caballo e intentó recomponer el movimiento.

–Así –. Anotación en el cuaderno del rey: “uno al frente y otro en diagonal a la derecha o a la izquierda”

–Así –. Cuaderno: “…o uno a la derecha y otro en diagonal al frente».

–Así –. Cuaderno: “…en diagonal al frente o hacia atrás”

–Así, ¡así!, ¡así! así as-sí… ah, no. Incapaz de ejecutar correctamente el movimiento, Abu-Kair se dejó caer en una butaca, descorazonado. “Abur, Abu, de ésta no sales”, se dijo.

Tras unos minutos de rápida escritura, cuchicheos, pásame tus apuntes que no me ha dado tiempo, este hombre va muy deprisa, quién tiene un sacapuntas, etcétera, anotación final en el cuaderno del rey: “El caballo se mueve un escaque al frente y otro en diagonal a la derecha o a la izquierda, o uno a la derecha y otro en diagonal al frente o hacia atrás, o hacia atrás y otro en diagonal a la izquierda o a la derecha, o hacia la izquierda y otro en diagonal al frente o atrás”. Uf.

El gordo se levantó con la cara iluminada por la satisfacción.

–Ha sido una lección emocionante; una oratoria precisa, una ejecución vibrante. Estrecha mi mano, turco, y ve a descansar, que mañana continuaremos. Hoy tenemos mucho que estudiar para asimilar tus enseñanzas.

Ya completamente sobrio en las clases restantes, Abu-Kair completó el curso de ajedrez, que tuvo gran éxito. Dicho curso fue transcrito y editado en un libro ampliamente difundido en las cortes europeas, y que contenía el movimiento del caballo en la forma que hemos visto, que es la que ha llegado a nuestros días.

En agradecimiento, el turco fue liberado, y se le dio a escoger una esposa entre varias jóvenes al servicio de la corte. Eligió una bella muchacha, novia del cromornista que solía tocar en los intermedios de las clases. Esta mujer hizo muy feliz a Abu-Kair. En aquel tiempo, por una mallorquina se pagaba un muy buen precio en el mercado de esclavos de Estambul.

Este relato fue escrito por el autor en 1987 y originalmente debía ser publicado en el     Papers d’Escacs de la época, pero esta revista dejó de publicarse y el relato, con el tiempo, se extravió. Como recordaba la idea original hice un pálido reflejo en un relato que titulé “Faras al Ahmar (Caballo Blanco)” y que publiqué en la IV época de Papers d`Escacs – nº 13, Mayo/Junio 1987 -, advirtiendo que se basaba en un relato perdido de Juan Pablo Caja. Por suerte Caja si conservaba el relato y hoy podemos disfrutar de su peculiar humor y su elegante estilo.

Toni Pont

3 comentarios en “Un turco en la corte del rey Jaime por Juan Pablo Caja

  1. Gracias a ti Juan Pablo y sabes que esperamos ansiosos cualquier colaboración próxima. Salud y buenas fiestas.

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